...y de fondo:
Tormenta - McEnroe
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Cerca de Auberry había mañanas en las que incluso las paredes de los hoteles estaban tristes y llenas de manchas. No decías nada. Despertabas y lo primero que venía a tu mente era el recuerdo de un montón de ropa tendida. Para mí, las otras carreteras, las que no transitábamos, eran sinónimo de ausencia, de lluvia y de kilómetros absurdos como tareas pendientes con uno mismo. Obviamente, cuando tú tenías pesadillas a mí me faltaba un brazo, la casa estaba en ruinas y llena de insectos y tú despertabas harta de soñar y sentir como todos alcanzaban una meta. Todos menos tú, que pasabas por la vida corriendo entre pasillos de hospitales con esas piernas tan largas y sin poder entregarnos tu testigo. No sé por qué pero al principio ya te dije que el talento, en mi caso, era algo meramente inútil para uno mismo y que cualquier huida improvisada sin alguno de los dos sería irrepetible.
Lo siguiente, para combatir rutinas, consistía en evitar recuerdos inventados como aquel en el que Bowie confesaba en algún libro que también llevaba muchos días subiendo unas persianas tras las cuales todo lo que veía era amarillo. ¿Y si, después de todo, sólo nos esperaba una locura infinita causada por la propia lucidez? ¿Cómo ibas a soportarlo tú? ¿En qué consistía el truco de Lapido? Creo que nadie podría o que no debería, pero veíamos como la mayoría terminaba aceptando la derrota del desastre compartido en soledad, como quien guarda celosamente en secreto algo demasiado expuesto a la evidencia. Te dije que ni siquiera yo estaría preparado para salir a la calle si no había nadie que llevara los pantalones como tú, así como así, con todos los pretextos agotados. Paseando cerca de Auberry tú temías llegar a un destino donde fuera imposible poder encontrarte a gusto contigo misma. Mi discurso asustaba, lo sé, diciendo que cualquier identidad plural corría el riesgo de diluirse en un montón de recuerdos y de conceptos a los que acercarse sintiendo que el listón se habría vuelto inalcanzable. No hay por qué disimular, yo también he sido un cobarde y entiendo que es normal desear ver tu propia silueta entre los cristales de los rascacielos de una ciudad que nos fascina pero que, al mismo tiempo, amenaza por dejarnos a oscuras durante el resto de la vida. Y, a veces, entro en un bucle en el que sólo se repiten canciones que suenan demasiado deprimentes, un día sí y otro día también, con la conciencia herida.
Esta mañana, lejos de Auberry, donde estuvimos sin saberlo, vuelvo a mirar fotografías y me pregunto si acaso he sido un impostor en tu vida, un atormentado o, simplemente, un tipo con suerte que hubiera sabido encontrar el botón adecuado en su día... Sí, un tipo que contigo tiene suerte o telepatía, al fin y al cabo, que se emborracha con tu belleza y que se empeña absurdamente en sobrevivir al fracaso cotidiano y al riesgo que conlleva intuir o presentir la amenaza de cualquier final o cualquier estado de paso, intercambiando mensajes en clave sobre la superficie de una pizarra escondida tal vez en otra infancia, aún por descubrir.